La casa, el hogar, se convirtió en el único lugar seguro del mundo y también el lugar desde el que mirábamos un mundo que nunca pensamos que veríamos.
La casa-mascarilla de Goyo Rodríguez fue transformándose, igual que las nuestras (cocina-colegio, salón-bar, habitación-despacho) al ritmo de una realidad difícil de encajar.
Durante semanas, sus ilustraciones diarias nos servían para centrar la mirada, para sacarnos de la confusión y hacernos ver que en la sencillez de sus trazos estaba la esencia de lo que estaba ocurriendo. Esas casas-concepto, fueron la ventana desde la que se aplaudía, desde la que se veía llegar la primavera en ciudades vacías y a las que nos asomábamos con la única certeza de que cada día era un día menos de pesadilla.
Fueron homenaje a los que nos sacaron del horror, incluidos cada uno de nosotros, y son la memoria de algo que muchos tendemos a creer que no ha ocurrido nunca.